SEMANA DE LA
FAMILIA 2015
EN LA DIÓCESIS DE
CAMPECHE
Artículo escrito
por el Pbro. Fabricio
Calderón, Párroco de la Comunidad de Ntra. Sra. de
Guadalupe, en san Francisco de Campeche, Cam.
«La Familia es reflejo de la Santísima Trinidad,
que en su misterio más íntimo no es soledad, sino una familia», expresó el
recordado san Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica Postsinodal Familiaris
Consortio, sobre la Familia.
En efecto, Dios –el Padre, el Hijo y el Espíritu
Santo– es una familia y por eso no resulta extraño que la obra de su creación
que mejor lo da a conocer es la familia humana. Además, el Hijo de Dios, al
encarnarse lo hizo en el seno de una familia, no apareció así nomás en la tierra.
Por eso es que la familia también es el primer lugar para encontrar a Dios y
saber cómo es.
Hoy concluimos la Semana de la Familia 2015 en
todas las parroquias y comunidades de las iglesias particulares de Campeche,
Cancún-Chetumal, Tabasco y Yucatán, que, juntas, en comunión, forman la
Provincia Eclesiástica de Yucatán.
Desde el lunes 5 y hasta el viernes 9 de octubre
hemos tenido una preciosísima oportunidad de reflexionar, a través de
interesantes talleres, sobre la originalidad de la familia Cristiana y de cada
uno de sus integrantes, en orden a complementar sus diversidades.
Y digo que es una preciosísima oportunidad porque
la familia, «núcleo natural y fundamental de la sociedad», es la institución
que el ser humano experimenta más cercana en su historia personal, pues todos
tenemos, o hemos tenido, una familia, funcional o disfuncional, con sus
limitaciones y asegunes, pero todos, incluso Jesús, hemos nacido y/o vivido en
el seno de una familia.
Si nos detenemos a mirar con atención la vida de
Jesús descubriremos que siempre vivió en relación con la familia: Nació en el
seno de una familia (Lc 2,1-12); en su familia, creció en edad, sabiduría y
gracia (Lc 2, 39-40; 51-52); dio testimonio de la importancia del matrimonio y
la familia en Caná de Galilea durante una fiesta de bodas en medio de un
estallido de alegría (Jn 2, 1-11); finalmente, murió en la cruz rodeado de su
familia, es decir, María, su madre, y de los que se habían convertido en sus
hermanos (Mt 12, 46-50).
La vida de Jesús insiste en la necesidad de poner a
la familia en el primer lugar de todos nuestros intereses, tareas y
preocupaciones. A través de una familia vino y seguirá viniendo la salvación al
mundo.
Por eso mismo, una sociedad que no cuida la familia
reniega de sí misma y seca la fuente natural de la vida buena. Los grandes
valores que hacen grande una sociedad, una ciudad, un país y a cada uno de sus
habitantes tienen su cuna original en la familia: El respeto por la vida en
todas sus formas y edades; la fraternidad, la solidaridad, el trato digno y
justo para todos como iguales, el respeto por la autoridad, etc., son valores
que brotan de la familia y necesitan de ella para subsistir.
La familia, el hogar en el que cada uno de nosotros
nace y crece, es una escuela que está en la base de todas las demás; una
escuela que, cuando falta, se desorienta la conciencia, presenta graves fallas
la relación con Dios y con la Iglesia e, incluso, se ve gravemente cuestionada
la capacidad de relacionarse socialmente y de adquirir un aprendizaje para la
vida diaria.
Es en el seno de una familia, donde la persona
descubre los motivos y el camino para pertenecer a la familia de Dios. De ella
recibimos la vida, la primera experiencia del amor y de la fe.
En efecto, el gran tesoro de la educación de los
hijos en la fe consiste en la experiencia de una vida familiar que recibe la
fe, la conserva, la celebra, la trasmite y testimonia. Por esa fe que hemos
recibido, nuestra familia necesita siempre de la visita de Jesucristo, el Hijo
de Dios, para iluminar con la luz de su presencia y de su Palabra, la oscuridad
en que nos sume alguna situación difícil en la vida.
El papa Francisco en su Homilía durante la Misa de
clausura del Encuentro Mundial de las Familias, en Filadelfia, significó que «la
fe abre la ventana a la presencia
actuante del Espíritu y nos muestra que, como la felicidad, la santidad está
siempre ligada a los pequeños gestos […] Son gestos mínimos que uno aprende en
el hogar; gestos de familia que se
pierden en el anonimato de la cotidianidad pero que hacen diferente cada
jornada.
Son gestos de madre, de abuela, de padre, de
abuelo, de hijo, de hermanos. Son
gestos de ternura, de cariño, de compasión. Son gestos del plato caliente de
quien espera a cenar, del desayuno temprano del que sabe acompañar a madrugar.
Son gestos de hogar. Es la bendición antes de dormir y el abrazo al regresar de
una larga jornada de trabajo. El amor se manifiesta en pequeñas cosas, en la
atención mínima a lo cotidiano que hace que la vida siempre tenga
sabor a hogar. La fe crece con la práctica y es plasmada por el amor. Por eso,
nuestras familias, nuestros hogares, son verdaderas Iglesias domésticas. Es el
lugar propio donde la fe se hace vida y la vida crece en la fe».
Los Obispos Latinoamericanos reunidos en Aparecida
en 2007, nos ayudan a recordar que: «Dios ama nuestras familias a pesar de
tantas heridas y divisiones. La presencia de Cristo, invocada a través de la
oración en la familia, nos ayuda a superar los problemas, a sanar las heridas y
abre nuevos caminos de esperanza» (DA 119).

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