REIVINDICACIÓN DEL
NÁHUATL
14 de Octubre de 2015
Artículo escrito por Mons.
Felipe Arizmendi Esquivel, Obispo de san Cristóbal de las Casas, Chiapas.
VER
Hace
cincuenta años, el Concilio Vaticano II ordenó que la Biblia y las
celebraciones litúrgicas se tuvieran en el idioma de los pueblos. El náhuatl es
hablado en México por más de un millón y medio de personas. Es el que quiso
usar la Virgen de Guadalupe en sus diálogos con Juan Diego. No era el que ella
sabía y usaba en Nazaret, el arameo, sino el de su interlocutor. No le impone
el idioma de los conquistadores. Sin embargo, muchos de nosotros no hemos
seguido este camino, salvo honrosas excepciones. En vez de aceptar, respetar y
promover la cultura de nuestros pueblos originarios, en particular su idioma,
los hemos despreciado e infravalorado; los hemos calificado de dialectos, como
si fueran una subcultura. Muchos quisieran que no existieran más los indígenas,
desecharlos, descartarlos, que fueran sólo un recuerdo de museo. No los
conocen; por eso no los valoran ni les dan su lugar.
Es una
pena, una vergüenza, una injusticia, que hasta ahora el pueblo náhuatl no tenga
una Biblia católica, aprobada por la Conferencia Episcopal. Se han hecho
esfuerzos aislados, por parte de agentes de pastoral que tienen un corazón
sensible a los indígenas, a veces con la incomprensión de presbíteros,
religiosas, del mismo pueblo y aún de algunos obispos. Les dicen que para qué
pierden su tiempo, que eso para qué sirve, que esos idiomas están condenados a
desaparecer, ante la invasión de la neocultura globalizante y uniformante. Que
el Señor nos perdone este grave pecado de omisión.
Es una
pena también que no haya una traducción autorizada para las celebraciones
litúrgicas en náhuatl. Hemos dado los primeros pasos, pero aún nos falta mucho
camino por recorrer. Hace poco más de cuatro años, con traductores de diversas
diócesis y congregaciones religiosas, con el acompañamiento de las Dimensiones
de Pastoral Litúrgica, Bíblica, Indígena, Doctrina de la Fe y Cultura, de la
Conferencia Episcopal, empezamos esta traducción. Daremos los pasos necesarios
para su aprobación jerárquica, aunque el Papa Francisco nos ha dicho en dos ocasiones
que procedamos con más libertad en este asunto.
PENSAR
Dios
quiere hablar a los pueblos en su propio idioma. Del arameo y del hebreo, se
sintió la necesidad de traducir la Biblia al griego, y luego al latín, que era
lo que hablaba la mayoría de la gente donde se iba estableciendo la Iglesia.
Después, la Biblia ha pasado a los diversos idiomas del mundo. Pero parecía que
lo que hablan los pueblos originarios no mereciera la categoría de un idioma.
Al respecto, dice el Documento de Aparecida: “Como Iglesia, que asume la causa de
los pobres, alentamos la participación de los indígenas y afroamericanos en la
vida eclesial. Vemos con esperanza el proceso de inculturación discernido a la
luz del Magisterio. Es prioritario hacer traducciones católicas de la Biblia y
de los textos litúrgicos a sus idiomas” (No. 94).
Pedimos
perdón a nuestros pueblos aborígenes por el olvido al que los hemos
condenado, por no valorarlos ni darles el lugar que Dios y la Virgen les
han dado.
ACTUAR
Traducir
la Biblia y la liturgia a los idiomas nativos no es por afición académica,
curiosidad etnológica, dinero, publicidad eclesial o demagogia, sino para
que el pueblo tenga vida, la vida que Dios mismo le ha dado, y que parece irse
perdiendo. Dios sembró aquí la cultura náhuatl y otras culturas, igualmente
valiosas, y sería una irresponsabilidad de nuestra parte dejarlas perder. La
Iglesia, a pesar de sus limitaciones y errores del pasado y del presente,
quiere estar cerca de estos pueblos, amenazados en su misma existencia, para
que vivan su identidad con confianza y seguridad.
Nuestros
pueblos originarios tienen historia, cultura, son presente y futuro. No están
condenados a desaparecer. No tienen por qué avergonzarse de su riqueza
cultural. No son desechos en nuestro país. No son descartables. No son signo de
atraso. Animémoslos a valorar lo que Dios y la Virgen quieren para ellos. Son
esperanza. Tienen mucho que aportar a la sociedad. Dios, la Virgen y la Iglesia
los necesitamos. México no es México sin ellos. Ellos somos nosotros.

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