HOMILÍA DE LA MISA EN
NÁHUATL
EN LA BASÍLICA DE
GUADALUPE
Homilía de Mons. Felipe
Arizmendi Esquivel,
Obispo de san Cristóbal de las Casas, Chiapas, durante la primera Misa completa en
lengua Náhuatl realizada en la Basílica de Guadalupe el martes 13 de Octubre de
2015.
Hemos
escuchado en el Evangelio que la Virgen María visitó a su prima Isabel, que
pasaba los apuros propios de un difícil embarazo, por su ancianidad. La
acompaña no unos momentos, por cortesía y cumplimiento, sino que se queda un
buen tiempo, unos tres meses, para atenderla en sus necesidades. Lleva a Jesús
en su seno, y es Jesús quien hace saltar de gozo a Juan, que aún estaba en el seno
de Isabel (Lc 1,39-48).
Nuestro
buen Padre Dios quiso que su Hijo no apareciera como un extraterreste, sino que
naciera, por obra y gracia del Espíritu Santo, de una mujer, la Virgen María,
como dice San Pablo en la segunda lectura (Gál 4,4-7). Ella es la mujer que
recupera la figura de la primera mujer en el paraíso, la mujer de las bodas de
Caná, la mujer del Calvario, la mujer del Apocalipsis, rodeada del sol, con la
luna bajo sus pies, llena de estrellas, que está a punto de dar a luz.
Esta es
la mujer que aparece en el Tepeyac, con símbolos del Apocalipsis y de la
cultura de nuestro pueblo náhuatl. Ella es “la madre del amor, del temor, del
conocimiento y de la santa esperanza”. En ella “está
toda la gracia del camino y de la verdad, toda esperanza de vida y de virtud”.
Sus “flores son producto de gloria y de riqueza”, como dice la primera lectura de
nuestra Misa (Sir 24,23-31).
Por
todo ello, cantamos en el salmo: “Que
te alaben, Señor, todos los pueblos. Que conozca la tierra tu bondad y los
pueblos tu obra salvadora”.
Resalto
el detalle tan amoroso de nuestra Madre, que no sólo escoge a un náhuatl, Juan
Diego, expresión de un pueblo pobre y oprimido, que se siente marginado,
despreciado y sin esperanza, que no se valora ni se tiene confianza, que dice
ser cola y escalera para que otros lo pisen y suban, que
se considera que nada vale ante los grandes de la tierra. Nuestra Virgen de
Guadalupe, con un amor evangélico por lo que el Papa Francisco llama las
periferias, los descartados, los desechos de la humanidad, le habla a Juan
Diego en su propio idioma, el náhuatl. Ese no era el idioma que ella sabía y
usaba en Nazaret, el arameo, sino el de su interlocutor. No le impone su propio
idioma, sino que asume el de Juan Diego. Tampoco le habla en el idioma de los
conquistadores. ¡Qué gran detalle de esta querida Madre! Le da toda la
importancia y el valor tanto al mismo idioma, como a todas las expresiones
culturales de Juan Diego y de su tiempo. ¡Cómo no querer a esta nuestra Madre
de Guadalupe, si ella nos ha querido tanto! ¡Cómo no sentirnos sus hijos y, por
medio de ella, hijos del eterno Padre!
Por
todo ello, podemos repetir con el salmo: “Que
te alaben, Señor, todos los pueblos. Que conozca la tierra tu bondad y los
pueblos tu obra salvadora”.
En
contraste, muchos de nosotros, durante mucho tiempo, no hemos seguido el
ejemplo de la Madre de Guadalupe, salvo honrosas excepciones. En vez de
aceptar, respetar, valorar y promover la cultura de nuestros pueblos
originarios, en particular su idioma, los hemos despreciado, infravalorado; los
hemos calificado de dialectos, como si fueran una subcultura. Muchos mexicanos
quisieran que no existieran más los indígenas; quisieran desecharlos,
descartarlos, que fueran sólo un recuerdo de museo. No los conocen; por eso no
los valoran ni les dan su lugar.
Es una
pena, una vergüenza, una injusticia, que hasta ahora el pueblo náhuatl no tenga
una Biblia católica, aprobada por la Conferencia Episcopal. Se han hecho
esfuerzos aislados, por parte de agentes de pastoral que tienen un corazón
sensible a los derechos del pueblo. Algunos han empezado a traducir partes de
la Biblia, pero a veces con la incomprensión de presbíteros, religiosas, del
mismo pueblo y aún de algunos obispos. Les dicen que para qué pierden su
tiempo, que eso para qué sirve, que esos idiomas están condenados a
desaparecer, ante la invasión de la neocultura globalizante y uniformante. Que
el Señor nos perdone este grave pecado de omisión. Que el Espíritu Santo, por
intercesión de nuestra Madre, nos ayude a pagar pronto esta deuda que tenemos y
que demos los pasos necesarios para lograr pronto una traducción de la Biblia que
sea católica, confiable, digna, aprobada por nuestra jerarquía.
De
igual manera, es una pena que aún no tengamos una traducción oficialmente
autorizada para las celebraciones litúrgicas en náhuatl, de todos los
sacramentos, particularmente de la Santa Misa. Hemos dado los primeros pasos
para ello, pero aún nos falta mucho camino por recorrer.
Hace
poco más de cuatro años, aquí mismo, a las plantas de nuestra Madre, con el
trabajo arduo y sacrificado de los traductores de diversas diócesis y
congregaciones religiosas, empezamos la elaboración de los textos litúrgicos
que hoy utilizamos. Han sido asumidos en forma consensuada por las diferentes
regiones donde se habla este idioma en el país. Es la primera vez que, en esta
Basílica, se celebra la Misa completa en náhuatl, con permiso del Sr. Cardenal
Norberto Rivera. Demos gracias al Señor y a nuestra Madre, y agradezcamos
también a los traductores aquí presentes.
Pronto
presentaremos esta traducción, con algunas precisiones, al episcopado mexicano,
para solicitar su aprobación, y después daremos los pasos necesarios ante la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, en Roma,
aunque el Papa Francisco nos ha dicho en dos ocasiones que procedamos con más
libertad en este asunto.
Dios quiere
hablar a los pueblos en su propio idioma. Del arameo y del hebreo, se sintió la
necesidad de traducir la Biblia al griego, y luego al latín, que era lo que
hablaba la mayoría de la gente donde se iba estableciendo la Iglesia. Después,
la Biblia ha pasado a los diversos idiomas del mundo. Desde hace cincuenta
años, el Concilio Vaticano II ordenó que la Biblia y la liturgia se hicieran en
los idiomas de los pueblos. Pero parecía que lo que hablan los pueblos
originarios no mereciera la categoría de un idioma. Lamento que hayamos tardado
tanto en sentir la necesidad de que la Palabra de Dios se traduzca a los
idiomas de nuestros pueblos, y que las celebraciones litúrgicas, en que Dios
quiere acompañar a sus hijos, se comprendan y se vivan en la propia cultura. Al
respecto, dice el Documento de Aparecida: “Como Iglesia, que asume la causa de
los pobres, alentamos la participación de los indígenas y afroamericanos en la
vida eclesial. Vemos con esperanza el proceso de inculturación discernido a la
luz del Magisterio. Es prioritario hacer traducciones católicas de la Biblia y
de los textos litúrgicos a sus idiomas” (No. 94).
Este
servicio de traducción no es por una afición académica, ni por una curiosidad
etnológica, ni por dinero, ni por publicidad eclesial, ni por demagogia, sino
para que el pueblo náhuatl tenga vida, la vida que Dios mismo le ha dado, y que
parece irse perdiendo. Dios sembró aquí la cultura náhuatl, y sería una
irresponsabilidad de nuestra parte dejarla perder. La Iglesia, a pesar de sus limitaciones
y errores del pasado y del presente, quiere estar cerca de estos pueblos,
amenazados en su misma existencia. Tienen valores en los que, como ha dicho el
Papa Francisco, “hay que reconocer mucho más que unas
«semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica con modos
propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. Una cultura popular
evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden provocar el
desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una sabiduría peculiar
que hay que saber reconocer con una mirada agradecida” (EG 68).
Es a lo
que nos anima nuestra Madre, cuando se nos dice en la primera lectura de la
Misa que ella es “la madre de la santa esperanza”.
En ella “está toda esperanza de vida y de virtud”.
Es lo
que el pueblo náhuatl necesita: esperanza. Es lo que nuestros pueblos
originarios necesitan: esperanza. Tienen historia, tienen cultura, tienen
presente y tienen futuro. No están condenados a desaparecer. No tienen por qué
avergonzarse de su riqueza cultural. Animémoslos a valorar lo que Dios y la
Virgen quieren para ellos. No son desechos en nuestro país. No son
descartables. No son signo de atraso. Son esperanza. Tienen mucho que aportar a
la sociedad. Dios, la Virgen y la Iglesia los necesitamos. México no es México
sin ellos. Ellos somos nosotros.
Perdónenos
por el olvido al que los hemos condenado. Perdónenos por no darles el lugar que
Dios y la Virgen les han dado. Perdónenos por no valorarlos como lo hizo
nuestra Madre de Guadalupe.
Pidamos
al Espíritu Santo que nos colme de sus dones, para que haya un nuevo
Pentecostés, donde la diversidad de lenguas aclame las maravillas del Señor.
Pidámosle que haya más sacerdotes, religiosas, obispos y demás agentes de
pastoral, con un corazón más cercano a ustedes. Pidámosle que encarne a Jesús
en nosotros, para que, como hizo saltar de gozo a Juan Bautista en el seno de
Isabel, nosotros seamos portadores de gozo, de fiesta, de esperanza, de vida,
para los pueblos originarios. Como Juan Diego se sintió tan feliz, que decía
que ya estaba en el cielo.
La
Virgen de Guadalupe nos sigue visitando hoy, como visitó a Isabel. Ella nos
trae a Jesús, su hijo, que se hace Eucaristía, pan partido, sangre derramada,
para la vida de su pueblo. Comulguemos con Jesús, comulguemos con María,
comulguemos con nuestro pueblo. Amén.

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