LA FAMILIA REQUIERE
DE TODA
NUESTRA ATENCIÓN Y CUIDADO
Texto oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 7 de Octubre de
2015 en la Plaza de san Pedro del Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos
días!
Hace pocos días comenzó el Sínodo de
los obispos sobre el tema «La vocación y la misión de la familia en la Iglesia
y en el mundo contemporáneo». La familia que camina por la vía del Señor es
fundamental en el testimonio del amor de Dios y merece por ello toda la
dedicación de la que la Iglesia es capaz. El Sínodo está llamado a interpretar,
hoy, esta atención y este cuidado de la Iglesia. Acompañemos todo el itinerario
sinodal sobre todo con nuestra oración y nuestra atención.
Y en este período las catequesis serán
reflexiones inspiradas por algunos aspectos de la relación —que bien podemos
decir indisoluble— entre la Iglesia y la familia, con el horizonte abierto al
bien de la entera comunidad humana. Una mirada atenta a la vida cotidiana de
los hombres y mujeres de hoy muestra inmediatamente la necesidad que hay por
todos lados de una robusta inyección de espíritu familiar.
De hecho, el estilo de las relaciones
—civiles, económicas, jurídicas, profesionales, de ciudadanía— aparece muy
racional, formal, organizado, pero también muy «deshidratado», árido, anónimo.
A veces se vuelve insoportable. Aún queriendo ser inclusivo en sus formas, en
la realidad abandona a la soledad y al descarte un número cada vez mayor de personas.
Por esto, la familia abre para toda la
sociedad una perspectiva mucho más humana: abre los ojos de los hijos sobre la
vida —y no solo la mirada, sino también todos los demás sentidos— representando
una visión de la relación humana edificada sobre la libre alianza de amor. La
familia introduce a la necesidad de las uniones de fidelidad, sinceridad,
confianza, cooperación, respeto; anima a proyectar un mundo habitable y a creer
en las relaciones de confianza, también en condiciones difíciles; enseña a
honrar la palabra dada, el respeto por las personas, el compartir los límites
personales y de los demás. Y todos somos conscientes de lo insustituible de la
preocupación familiar por los miembros más pequeños, más vulnerables, más
heridos, e incluso los más desastrosos en las conductas de su vida.
En la sociedad, quien practica estas
actitudes, las ha asimilado del espíritu familiar, no de la competición y el
deseo de autorrealización. Ahora bien, aún sabiendo todo esto, no se da a la
familia el peso debido —y reconocimiento, y apoyo— en la organización política
y económica de la sociedad contemporánea. Quisiera decir más: la familia no
solo no tiene el reconocimiento adecuado, ¡sino que no genera más aprendizaje!
A veces se podría decir que, con toda su ciencia y su técnica, la sociedad
moderna no es capaz todavía de traducir estos conocimientos en formas mejores
de convivencia civil. No solo la organización de la vida común se topa cada vez
más con una burocracia del todo extraña a las uniones humanas fundamentales,
sino, incluso, las costumbres sociales y políticas muestran a menudo signos de
degradación —agresividad, vulgaridad, desprecio…—, que están por debajo del
umbral de una educación familiar también mínima.
En esta coyuntura, los extremos
opuestos de este afeamiento de las relaciones —la obtusa tecnocracia y el
«familismo» amoral— se conjugan y se alimentan recíprocamente. Esto es una
paradoja. La Iglesia individua hoy, en este punto exacto, el sentido histórico
de su misión sobre la familia y sobre el auténtico espíritu familiar:
comenzando por una atenta revisión de vida, que se refiere a sí misma. Se
podría decir que el «espíritu familiar» es una carta constitucional para la
Iglesia: así el cristianismo debe aparecer, y así debe ser. Está escrito en letras
claras: «Vosotros que un tiempo estabais lejos —dice san Pablo— […] ya no sois
extranjeros ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y miembros de la
familia de Dios» (Ef 2, 19).
La Iglesia es y debe ser la familia de
Dios. Jesús, al llamar a Pedro para seguirlo, le dijo que le haría «pescador de
hombres»; y por esto es necesario un nuevo tipo de redes. Podríamos decir que
hoy las familias son una de las redes más importantes para la misión de Pedro y
de la Iglesia. ¡Esta no es una red que hace prisioneros! Al contrario, libera
de las malas aguas del abandono y la indiferencia, que ahogan a muchos seres
humanos en el mar de la soledad y de la indiferencia.
Las familias saben bien qué es la
dignidad de sentirse hijos y no esclavos, o extraños, o solo un número de
documento de identidad. Desde aquí, desde la familia, Jesús comienza de nuevo
su paso entre los seres humanos para persuadirlos que Dios no les ha olvidado.
De aquí, Pedro toma fuerzas para su ministerio. De aquí la Iglesia, obedeciendo
a la palabra del Maestro, sale a pescar al lago, segura que, si esto sucede, la
pesca será milagrosa.
Que el entusiasmo de los padres
sinodales, animados por el Espíritu Santo, pueda fomentar el impulso de una
Iglesia que abandona las viejas redes y se pone a pescar confiando en la
palabra de su Señor. ¡Recemos intensamente por esto! Cristo, por lo demás,
prometió y nos tranquiliza: si incluso los malos padres no niegan el pan a los
hijos hambrientos, ¡imaginémonos si Dios no dará el Espíritu a quienes —aun imperfectos
como son— lo piden con apasionada insistencia (cf. Lc 11,
9-13)!

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