EL PAN VIVO QUE
ACOGEMOS,
COMEMOS Y ADORAMOS, IMPULSA
AL COMPROMISO FAMILIAR Y SOCIAL
Homilía del Cardenal Francisco
Javier Errázuriz Ossa, Arzobispo emérito de Santiago de Chile y enviado
especial del Papa Francisco, en la Misa de Clausura del VI Congreso Eucarístico
Nacional Monterrey 2015, domingo 13 de Septiembre de 2015.
Queridos hermanos y hermanas en el
Señor,
Este VI Congreso Eucarístico Nacional, sin lugar a dudas, ha renovado
nuestra comprensión de la Eucaristía, como también nuestra vida y nuestra
alegría, tan palpable durante estas jornadas, nuestra comunión, es decir,
nuestra común unión con Cristo, y nuestra vocación misionera, que nos invita a
compartir el gozo del encuentro con Jesús Eucaristía. Lo queremos compartir en
primer lugar en las familias. El encuentro con Jesús, nos impulsa a renovar el
corazón de la cultura y de las estructuras sociales en México y en todos los
países de los cuales provenimos, para que la convivencia sea justa, solidaria,
pacífica, fraterna y contemplativa, y prolongue así el amor de Cristo, del Pan
bajado del cielo para la vida del mundo.
Por sus frutos, hemos tenido la experiencia de la presencia y la acción
del Espíritu Santo. Él ha avivado nuestro fuego interior, nos ha unido con
nuestros pastores y entre nosotros, y nos quiere enviar como misioneros de
Jesús Eucaristía. Él nos impulsa a salir, llevando a Cristo y su Evangelio,
como lo hizo la Virgen María después de la Anunciación; a salir cantando,
porque Dios ha mirado nuestra pequeñez y quiere hacer con nosotros grandes
cosas. El Espíritu Santo ha convertido esta sala en un cenáculo, y el Congreso
Eucarístico en un nuevo Pentecostés.
Por eso sólo podíamos concluir este Congreso, con la celebración de la
Eucaristía, la Acción de Gracias por excelencia de la Iglesia, haciendo memoria
de la Pascua del Señor, que en este misterio Él mismo la hace “contemporánea”
con el hoy de nuestra vida y de la Iglesia. En ella se abre el cielo, llega
hasta nosotros Jesucristo, y se ofrece al Padre nuevamente para renovar nuestra
alianza con Él y para que tengamos vida en abundancia. Nos pide, eso sí, que
también nosotros seamos ofrenda de amor para la vida de la familia y del mundo.
La venida del Espíritu Santo en el primer Cenáculo, había sido implorada
por la Virgen María, la madre de Jesús, y por quienes oraban con ella, varones
y mujeres, apóstoles y discípulos. La irrupción del Espíritu hizo de los
discípulos de Cristo, que habían sufrido angustiosos temores por la muerte de
su Maestro y Pastor, apóstoles convencidos del Evangelio, pequeña Iglesia en
salida hacia todas las “periferias geográficas y existenciales” del mundo, para
que los pueblos se convirtieran en discípulos del Señor. Fue la misión que
Cristo les dejó cuando ascendía a los cielos (ver Mt 28, 19).
Después las numerosas conversiones que se produjeron gracias a la
inspirada predicación de san Pedro, nacieron las primeras comunidades
cristianas, que inspiran hasta nuestros días a toda la Iglesia y a sus
comunidades. Nos narran acerca de ellas los Hechos de los Apóstoles: “Se
mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la
fracción del pan y en las oraciones… tenían todo en común, vendían sus
posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según las necesidades de
cada uno” (ver Hch 2, 42ss).
Fueron los primeros pasos de la Iglesia. Los dio, asombrada por la revelación
del amor de Dios en Jesucristo. Se conquistó la simpatía de todo el pueblo por
su sencillez de corazón, su alegría y su manera de alabar a Dios. Eran un solo
corazón y una sola alma en la fracción del pan, es decir, en la Eucaristía.
Acogían el Pan de la Palabra, a través de las enseñanzas de los apóstoles.
Además, prolongaban la sobreabundante generosidad de Cristo, poniendo en común
sus bienes y siendo solidarios con los necesitados. Eran comunidades
verdaderamente eucarísticas, en las cuales el Pan de la Palabra y el Pan de la
Eucaristía eran una misma cosa: Jesús, y en las cuales el encuentro con la
Palabra de Dios y el Pan de vida era inseparable del encuentro con los
necesitados, es decir, nuevamente, con Jesús.
Partir el Pan eucarístico y compartirlo en la comunidad traía a su
memoria y a su corazón recuerdos, gratitudes y enseñanzas. Recordaban no sólo
la Última Cena, y el discurso en la Sinagoga de Cafarnaum. En primer lugar
cronológico recordaban el acontecimiento que acaba de ser proclamado: la
multiplicación de los panes, cuando Jesús “tomó en sus manos los cinco panes y
los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una
oración de acción de gracias, los partió y los fue dando”.
También el Santo Padre, nuestro Papa Francisco, en la oración del
Ángelus después de celebrar Corpus Christi el año 2013, nos decía que este
hecho siempre lo conmueve y lo hace reflexionar. Lo dice con estas palabras:
“Estamos a orillas del lago de Galilea, y se acerca la noche; Jesús se preocupa
por la gente que está con Él desde hace horas: son miles, y tienen hambre. ¿Qué
hacer? También los discípulos se plantean el problema, y dicen a Jesús:
«Despide a la gente» para que vayan a los poblados cercanos a buscar de
comer. Jesús, en cambio, dice: «Dadles vosotros de comer» . Los discípulos
quedan desconcertados (…). La actitud de los discípulos es la actitud humana,
que busca la solución más realista sin crear demasiados problemas: ‘Despide a
la gente —dicen—, que cada uno se las arregle como pueda’ (…). La actitud de
Jesús es totalmente distinta, y es consecuencia de su unión con el Padre y de
la compasión por la gente, esa piedad de Jesús hacia todos nosotros: Jesús
percibe nuestros problemas, nuestras debilidades, nuestras necesidades.
Ante esos cinco panes, Jesús piensa: ¡he aquí la providencia! De este
poco, Dios puede sacar lo necesario para todos. Jesús se fía totalmente del
Padre celestial, sabe que para Él todo es posible. Por ello dice a los
discípulos que hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta —esto no es
casual, porque significa que ya no son una multitud, sino que se convierten en
comunidad, nutrida por el pan de Dios. Luego toma los panes y los peces, eleva
los ojos al cielo, pronuncia la bendición —es clara la referencia a la
Eucaristía—, los parte y comienza a darlos a los discípulos, y los discípulos
los distribuyen...
Los panes y los peces no se acaban, ¡no se acaban! He aquí el milagro:
más que una multiplicación es un compartir, animado por la fe y la oración.
Comieron todos y sobró: es el signo de Jesús, pan de Dios para la humanidad.”
He citado este texto porque al partir, queremos llevarnos este tesoro
que nos mueve hacia la comunión con Jesús, con la Iglesia y con los hermanos,
especialmente con los necesitados. Es la Eucaristía, que en los primeros siglos
se celebraba en los hogares y los convertía en iglesias domésticas. Desde un
comienzo fue inseparable la confianza ilimitada en Dios, que nos envió a su
Hijo, Pan verdadero y Palabra de vida. Es Dios, rico en misericordia, que
multiplica de manera sorprendente los pocos panes que le presentamos, frutos de
la tierra y de nuestro trabajo, para que los compartamos con los necesitados.
Desde un comienzo, el Pan vivo que acogemos, comemos y adoramos, y que nos hace
semejantes a Cristo, impulsaba al compromiso familiar y social.
Con esa visión y ese compromiso con Jesucristo queremos salir. Vamos
colmados de gratitud. Queremos adorar su presencia entre nosotros en la Hostia
consagrada y queremos participar en la Eucaristía, recibiéndolo como nuestro
alimento, para transformarnos en Él y ser como Él. Queremos enriquecer nuestro
encuentro con Él y con los hermanos, acogiendo su Palabra, y para ello, abrir
la Biblia con frecuencia y practicar la “lectio divina”.
En efecto, anhelamos escuchar lo que Él dijo a sus discípulos y lo que
nos dice a nosotros, para responderle con la oración y con la vida,
contemplándolo de corazón. Bien lo sabemos, tan sólo Él tiene palabras de vida
eterna. Por eso, cada uno de nosotros quiere ser a semejanza de Cristo, con Él
y en Él, pan bueno, alimento de vida para los hermanos, en la familia, en el
trabajo, en las aulas, en los hospitales y en las cárceles, en los hogares de
menores y en los centros de rehabilitación, también en las calles y en las
plazas. Con ese espíritu estamos decididos a ser misioneros.
Apreciamos profundamente y agradecemos la fe y las expresiones de esta
fe que Dios le ha regalado a este pueblo, que ha sido cuna de santos y de
mártires. Al partir, vivificados por Jesús Eucaristía, renovamos nuestra
vocación evangelizadora, que surge de nuestra vocación a la santidad. Queremos
ser coherentes con ella. Que nadie diga, mirando su debilidad y recordando sus
pecados: la vocación a la santidad la tienen los otros. Por el bautismo, la
vocación a ser otros cristos, la tenemos todos, y para Dios nada es imposible.
Queridas hermanas, queridos hermanos, pongamos en la patena nuestras
vidas, nuestros amores y nuestros sufrimientos. Queremos ser también nosotros
ofrendas de amor, causa de alegría para la Iglesia, para nuestras familias y
para todas las comunidades en las cuales participamos. Al concluir este
Congreso Eucarístico, dejemos en manos de santa María de Guadalupe todos
nuestros anhelos, nuestras esperanzas y nuestros propósitos. Ella intercederá
por su cumplimiento, como lo hizo con la vida y las obras de san Juan Diego.
Escuchemos siempre su voz cordial y misericordiosa, que nos hace más
cercano el amor de Dios y el amor a los hermanos. Por su intercesión pidámosle
a Dios que de nuestras comunidades, gracias a la Eucaristía, se pueda decir:
“Miren cómo se aman”, y que de cada uno de nosotros se diga, por las obras de
la misericordia que Dios suscita en nuestras vidas: “viste al hermano, viste a
la hermana, viste a Cristo”.

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