viernes, 25 de septiembre de 2015

HOMILÍA DEL CARDENAL FRANCISCO JAVIER ERRÁZURIZ OSSA, ENVIADO ESPECIAL DEL PAPA, EN LA MISA DE CLAUSURA DEL VI CONGRESO EUCARÍSTICO NACIONAL MONTERREY 2015


EL PAN VIVO QUE ACOGEMOS,
COMEMOS Y ADORAMOS, IMPULSA
AL COMPROMISO FAMILIAR Y SOCIAL

Homilía del Cardenal  Francisco Javier Errázuriz Ossa, Arzobispo emérito de Santiago de Chile y enviado especial del Papa Francisco, en la Misa de Clausura del VI Congreso Eucarístico Nacional Monterrey 2015, domingo 13 de Septiembre de 2015.

Queridos hermanos y hermanas en el Señor,

Este VI Congreso Eucarístico Nacional, sin lugar a dudas, ha renovado nuestra comprensión de la Eucaristía, como también nuestra vida y nuestra alegría, tan palpable durante estas jornadas, nuestra comunión, es decir, nuestra común unión con Cristo, y nuestra vocación misionera, que nos invita a compartir el gozo del encuentro con Jesús Eucaristía. Lo queremos compartir en primer lugar en las familias. El encuentro con Jesús, nos impulsa a renovar el corazón de la cultura y de las estructuras sociales en México y en todos los países de los cuales provenimos, para que la convivencia sea justa, solidaria, pacífica, fraterna y contemplativa, y prolongue así el amor de Cristo, del Pan bajado del cielo para la vida del mundo.

Por sus frutos, hemos tenido la experiencia de la presencia y la acción del Espíritu Santo. Él ha avivado nuestro fuego interior, nos ha unido con nuestros pastores y entre nosotros, y nos quiere enviar como misioneros de Jesús Eucaristía. Él nos impulsa a salir, llevando a Cristo y su Evangelio, como lo hizo la Virgen María después de la Anunciación; a salir cantando, porque Dios ha mirado nuestra pequeñez y quiere hacer con nosotros grandes cosas. El Espíritu Santo ha convertido esta sala en un cenáculo, y el Congreso Eucarístico en un nuevo Pentecostés.

Por eso sólo podíamos concluir este Congreso, con la celebración de la Eucaristía, la Acción de Gracias por excelencia de la Iglesia, haciendo memoria de la Pascua del Señor, que en este misterio Él mismo la hace “contemporánea” con el hoy de nuestra vida y de la Iglesia. En ella se abre el cielo, llega hasta nosotros Jesucristo, y se ofrece al Padre nuevamente para renovar nuestra alianza con Él y para que tengamos vida en abundancia. Nos pide, eso sí, que también nosotros seamos ofrenda de amor para la vida de la familia y del mundo.

La venida del Espíritu Santo en el primer Cenáculo, había sido implorada por la Virgen María, la madre de Jesús, y por quienes oraban con ella, varones y mujeres, apóstoles y discípulos. La irrupción del Espíritu hizo de los discípulos de Cristo, que habían sufrido angustiosos temores por la muerte de su Maestro y Pastor, apóstoles convencidos del Evangelio, pequeña Iglesia en salida hacia todas las “periferias geográficas y existenciales” del mundo, para que los pueblos se convirtieran en discípulos del Señor. Fue la misión que Cristo les dejó cuando ascendía a los cielos (ver Mt 28, 19).

Después las numerosas conversiones que se produjeron gracias a la inspirada predicación de san Pedro, nacieron las primeras comunidades cristianas, que inspiran hasta nuestros días a toda la Iglesia y a sus comunidades. Nos narran acerca de ellas los Hechos de los Apóstoles: “Se mantenían constantes en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones… tenían todo en común, vendían sus posesiones y sus bienes y lo repartían entre todos, según las necesidades de cada uno” (ver Hch 2, 42ss).

Fueron los primeros pasos de la Iglesia. Los dio, asombrada por la revelación del amor de Dios en Jesucristo. Se conquistó la simpatía de todo el pueblo por su sencillez de corazón, su alegría y su manera de alabar a Dios. Eran un solo corazón y una sola alma en la fracción del pan, es decir, en la Eucaristía. Acogían el Pan de la Palabra, a través de las enseñanzas de los apóstoles. Además, prolongaban la sobreabundante generosidad de Cristo, poniendo en común sus bienes y siendo solidarios con los necesitados. Eran comunidades verdaderamente eucarísticas, en las cuales el Pan de la Palabra y el Pan de la Eucaristía eran una misma cosa: Jesús, y en las cuales el encuentro con la Palabra de Dios y el Pan de vida era inseparable del encuentro con los necesitados, es decir, nuevamente, con Jesús.

Partir el Pan eucarístico y compartirlo en la comunidad traía a su memoria y a su corazón recuerdos, gratitudes y enseñanzas. Recordaban no sólo la Última Cena, y el discurso en la Sinagoga de Cafarnaum. En primer lugar cronológico recordaban el acontecimiento que acaba de ser proclamado: la multiplicación de los panes, cuando Jesús “tomó en sus manos los cinco panes y los dos pescados, y levantando su mirada al cielo, pronunció sobre ellos una oración de acción de gracias, los partió y los fue dando”.

También el Santo Padre, nuestro Papa Francisco, en la oración del Ángelus después de celebrar Corpus Christi el año 2013, nos decía que este hecho siempre lo conmueve y lo hace reflexionar. Lo dice con estas palabras: “Estamos a orillas del lago de Galilea, y se acerca la noche; Jesús se preocupa por la gente que está con Él desde hace horas: son miles, y tienen hambre. ¿Qué hacer? También los discípulos se plantean el problema, y dicen a Jesús:

«Despide a la gente» para que vayan a los poblados cercanos a buscar de comer. Jesús, en cambio, dice: «Dadles vosotros de comer» . Los discípulos quedan desconcertados (…). La actitud de los discípulos es la actitud humana, que busca la solución más realista sin crear demasiados problemas: ‘Despide a la gente —dicen—, que cada uno se las arregle como pueda’ (…). La actitud de Jesús es totalmente distinta, y es consecuencia de su unión con el Padre y de la compasión por la gente, esa piedad de Jesús hacia todos nosotros: Jesús percibe nuestros problemas, nuestras debilidades, nuestras necesidades.

Ante esos cinco panes, Jesús piensa: ¡he aquí la providencia! De este poco, Dios puede sacar lo necesario para todos. Jesús se fía totalmente del Padre celestial, sabe que para Él todo es posible. Por ello dice a los discípulos que hagan sentar a la gente en grupos de cincuenta —esto no es casual, porque significa que ya no son una multitud, sino que se convierten en comunidad, nutrida por el pan de Dios. Luego toma los panes y los peces, eleva los ojos al cielo, pronuncia la bendición —es clara la referencia a la Eucaristía—, los parte y comienza a darlos a los discípulos, y los discípulos los distribuyen...

Los panes y los peces no se acaban, ¡no se acaban! He aquí el milagro: más que una multiplicación es un compartir, animado por la fe y la oración. Comieron todos y sobró: es el signo de Jesús, pan de Dios para la humanidad.”

He citado este texto porque al partir, queremos llevarnos este tesoro que nos mueve hacia la comunión con Jesús, con la Iglesia y con los hermanos, especialmente con los necesitados. Es la Eucaristía, que en los primeros siglos se celebraba en los hogares y los convertía en iglesias domésticas. Desde un comienzo fue inseparable la confianza ilimitada en Dios, que nos envió a su Hijo, Pan verdadero y Palabra de vida. Es Dios, rico en misericordia, que multiplica de manera sorprendente los pocos panes que le presentamos, frutos de la tierra y de nuestro trabajo, para que los compartamos con los necesitados. Desde un comienzo, el Pan vivo que acogemos, comemos y adoramos, y que nos hace semejantes a Cristo, impulsaba al compromiso familiar y social.

Con esa visión y ese compromiso con Jesucristo queremos salir. Vamos colmados de gratitud. Queremos adorar su presencia entre nosotros en la Hostia consagrada y queremos participar en la Eucaristía, recibiéndolo como nuestro alimento, para transformarnos en Él y ser como Él. Queremos enriquecer nuestro encuentro con Él y con los hermanos, acogiendo su Palabra, y para ello, abrir la Biblia con frecuencia y practicar la “lectio divina”.

En efecto, anhelamos escuchar lo que Él dijo a sus discípulos y lo que nos dice a nosotros, para responderle con la oración y con la vida, contemplándolo de corazón. Bien lo sabemos, tan sólo Él tiene palabras de vida eterna. Por eso, cada uno de nosotros quiere ser a semejanza de Cristo, con Él y en Él, pan bueno, alimento de vida para los hermanos, en la familia, en el trabajo, en las aulas, en los hospitales y en las cárceles, en los hogares de menores y en los centros de rehabilitación, también en las calles y en las plazas. Con ese espíritu estamos decididos a ser misioneros.

Apreciamos profundamente y agradecemos la fe y las expresiones de esta fe que Dios le ha regalado a este pueblo, que ha sido cuna de santos y de mártires. Al partir, vivificados por Jesús Eucaristía, renovamos nuestra vocación evangelizadora, que surge de nuestra vocación a la santidad. Queremos ser coherentes con ella. Que nadie diga, mirando su debilidad y recordando sus pecados: la vocación a la santidad la tienen los otros. Por el bautismo, la vocación a ser otros cristos, la tenemos todos, y para Dios nada es imposible.

Queridas hermanas, queridos hermanos, pongamos en la patena nuestras vidas, nuestros amores y nuestros sufrimientos. Queremos ser también nosotros ofrendas de amor, causa de alegría para la Iglesia, para nuestras familias y para todas las comunidades en las cuales participamos. Al concluir este Congreso Eucarístico, dejemos en manos de santa María de Guadalupe todos nuestros anhelos, nuestras esperanzas y nuestros propósitos. Ella intercederá por su cumplimiento, como lo hizo con la vida y las obras de san Juan Diego.

Escuchemos siempre su voz cordial y misericordiosa, que nos hace más cercano el amor de Dios y el amor a los hermanos. Por su intercesión pidámosle a Dios que de nuestras comunidades, gracias a la Eucaristía, se pueda decir: “Miren cómo se aman”, y que de cada uno de nosotros se diga, por las obras de la misericordia que Dios suscita en nuestras vidas: “viste al hermano, viste a la hermana, viste a Cristo”.



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