LA FAMILIA, EL
HOSPITAL MÁS CERCANO
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 10 de Junio de
2015 en Plaza san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas:
Continuamos con las catequesis sobre la
familia, y en esta catequesis quisiera tratar un aspecto muy común en la vida
de nuestras familias: la enfermedad. Es una experiencia de nuestra fragilidad,
que vivimos generalmente en familia, desde niños, y luego sobre todo como
ancianos, cuando llegan los achaques. En el ámbito de los vínculos familiares,
la enfermedad de las personas que queremos se sufre con un «plus» de
sufrimiento y de angustia. Es el amor el que nos hace sentir ese «plus». Para
un padre y una madre, muchas veces es más difícil soportar el mal de un hijo, de
una hija, que el propio. La familia, podemos decir, ha sido siempre el
«hospital» más cercano. Aún hoy, en muchas partes del mundo, el hospital es un
privilegio para pocos, y a menudo está distante. Son la mamá, el papá, los
hermanos, las hermanas, las abuelas quienes garantizan las atenciones y ayudan
a sanar.
En los Evangelios, muchas páginas
relatan los encuentros de Jesús con los enfermos y su compromiso por curarlos.
Él se presenta públicamente como alguien que lucha contra la enfermedad y que
vino para sanar al hombre de todo mal: el mal del espíritu y el mal del cuerpo.
Es de verdad conmovedora la escena evangélica a la que acaba de hacer
referencia el Evangelio de san Marcos. Dice así: «Al anochecer, cuando se puso
el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados» (1, 32).
Si pienso en las grandes ciudades
contemporáneas, me pregunto dónde están las puertas ante las cuales llevar a
los enfermos para que sean curados. Jesús nunca se negó a curarlos. Nunca
siguió de largo, nunca giró la cara hacia otro lado. Y cuando un padre o una
madre, o incluso sencillamente personas amigas le llevaban un enfermo para que
lo tocase y lo curase, no se entretenía con otras cosas; la curación estaba
antes que la ley, incluso una tan sagrada como el descanso del sábado (cf. Mc 3,
1-6).Los doctores de la ley regañaban a Jesús porque curaba el día sábado,
hacía el bien en sábado. Pero el amor de Jesús era dar la salud, hacer el bien:
y esto va siempre en primer lugar.
Jesús manda a los discípulos a realizar
su misma obra y les da el poder de curar, o sea de acercarse a los enfermos y
hacerse cargo de ellos completamente (cf. Mt 10, 1). Debemos tener
bien presente en la mente lo que dijo a los discípulos en el episodio del ciego
de nacimiento (Jn 9, 1-5). Los discípulos —con el ciego allí delante de
ellos— discutían acerca de quién había pecado, porque había nacido ciego, si él
o sus padres, para provocar su ceguera. El Señor dijo claramente: ni él ni sus
padres; sucedió así para que se manifestase en él las obras de Dios. Y lo curó.
He aquí la gloria de Dios. He aquí la tarea de la Iglesia. Ayudar a los
enfermos, no quedarse en habladurías, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar
cerca de los enfermos; esta es la tarea.
La Iglesia invita a la oración continua
por los propios seres queridos afectados por el mal. La oración por los
enfermos no debe faltar nunca. Es más, debemos rezar aún más, tanto
personalmente como en comunidad. Pensemos en el episodio evangélico de la mujer
cananea (cf. Mt 15, 21-28). Es una mujer pagana, no es del pueblo de
Israel, sino una pagana que suplica a Jesús que cure a su hija. Jesús, para
poner a prueba su fe, primero responde duramente: «No puedo, primero debo
pensar en las ovejas de Israel». La mujer no retrocede —una mamá, cuando pide
ayuda para su criatura, no se rinde jamás; todos sabemos que las mamás luchan
por los hijos— y responde: «También a los perritos, cuando los amos están
saciados, se les da algo», como si dijese: «Al menos trátame como a una
perrita». Entonces Jesús le dijo: «Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo
que deseas» (v. 28).
Ante la enfermedad, incluso en la
familia surgen dificultades, a causa de la debilidad humana. Pero, en general,
el tiempo de la enfermedad hace crecer la fuerza de los vínculos familiares. Y
pienso cuán importante es educar a los hijos desde pequeños en la solidaridad
en el momento de la enfermedad. Una educación que deja de lado la sensibilidad
por la enfermedad humana, aridece el corazón. Y hace que los jóvenes estén
«anestesiados» respecto al sufrimiento de los demás, incapaces de confrontarse
con el sufrimiento y vivir la experiencia del límite.
Cuántas veces vemos llegar al trabajo a
un hombre, una mujer, con cara de cansancio, con una actitud cansada y al
preguntarle: «¿Qué sucede?», responde: «He dormido sólo dos horas porque en
casa hacemos turnos para estar cerca del niño, de la niña, del enfermo, del
abuelo, de la abuela». Y la jornada continúa con el trabajo. Estas cosas son
heroicas, son la heroicidad de las familias. Esas heroicidades ocultas que se
hacen con ternura y con valentía cuando en casa hay alguien enfermo.
La debilidad y el sufrimiento de
nuestros afectos más queridos y más sagrados, pueden ser, para nuestros hijos y
nuestros nietos, una escuela de vida —es importante educar a los hijos, los
nietos en la comprensión de esta cercanía en la enfermedad en la familia— y
llegan a serlo cuando los momentos de la enfermedad van acompañados por la
oración y la cercanía afectuosa y atenta de los familiares. La comunidad
cristiana sabe bien que a la familia, en la prueba de la enfermedad, no se la
puede dejar sola.
Y debemos decir gracias al Señor por
las hermosas experiencias de fraternidad eclesial que ayudan a las familias a
atravesar el difícil momento del dolor y del sufrimiento. Esta cercanía
cristiana, de familia a familia, es un verdadero tesoro para una parroquia; un
tesoro de sabiduría, que ayuda a las familias en los momentos difíciles y hace
comprender el reino de Dios mejor que muchos discursos. Son caricias de Dios.

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