¡UNA CIVILIZACIÓN
SALE ADELANTE, SI RESPETA LA SABIDURÍA DE LOS ANCIANOS!
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 4 de Marzo de
2015 en Plaza san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas:
La catequesis de hoy y la del miércoles
próximo están dedicadas a los ancianos, que, en el ámbito de la familia, son los
abuelos, los tíos. Hoy reflexionamos sobre la problemática condición actual de
los ancianos, y la próxima vez, es decir el próximo miércoles, más en positivo,
sobre la vocación contenida en esta edad de la vida.
Gracias a los progresos de la medicina
la vida se ha alargado: pero la sociedad no se ha «abierto» a la vida. El
número de ancianos se ha multiplicado, pero nuestras sociedades no se han
organizado lo suficiente para hacerles espacio, con justo respeto y concreta
consideración a su fragilidad y dignidad. Mientras somos jóvenes, somos
propensos a ignorar la vejez, como si fuese una enfermedad que hay que mantener
alejada; cuando luego llegamos a ancianos, especialmente si somos pobres, si
estamos enfermos y solos, experimentamos las lagunas de una sociedad programada
a partir de la eficiencia, que, como consecuencia, ignora a los ancianos. Y los
ancianos son una riqueza, no se pueden ignorar.
Benedicto XVI, al visitar una casa para
ancianos, usó palabras claras y proféticas, decía así: «La calidad de una
sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se
trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común» (12 de noviembre de
2012). Es verdad, la atención a los ancianos habla de la calidad de
una civilización. ¿Se presta atención al anciano en una civilización? ¿Hay
sitio para el anciano?
Esta civilización seguirá adelante si
sabe respetar la sabiduría, la sabiduría de los ancianos. En una civilización
en la que no hay sitio para los ancianos o se los descarta porque crean
problemas, esta sociedad lleva consigo el virus de la muerte.
En Occidente, los estudiosos presentan
el siglo actual como el siglo del envejecimiento: los hijos disminuyen,
los ancianos aumentan. Este desequilibrio nos interpela, es más, es un gran
desafío para la sociedad contemporánea. Sin embargo, una cultura de la ganancia
insiste en presentar a los ancianos como un peso, un «estorbo». No sólo no
producen, piensa esta cultura, sino que son una carga: en definitiva, ¿cuál es
el resultado de pensar así? Se descartan.
Es feo ver a los ancianos descartados,
es algo feo, es pecado. No se dice abiertamente, pero se hace. Hay algo de
cobardía en ese habituarse a la cultura del descarte, pero estamos
acostumbrados a descartar gente. Queremos borrar nuestro ya crecido miedo a la
debilidad y a la vulnerabilidad; pero actuando así aumentamos en los ancianos
la angustia de ser mal soportados y abandonados.
Ya en mi ministerio en Buenos Aires
toqué con la mano esta realidad con sus problemas: «Los ancianos son
abandonados, y no sólo en la precariedad material. Son abandonados en la
egoísta incapacidad de aceptar sus límites que reflejan nuestros límites, en
las numerosas dificultades que hoy deben superar para sobrevivir en una
civilización que no les permite participar, dar su parecer, ni ser referentes
según el modelo de consumo donde “sólo los jóvenes pueden ser útiles y pueden
gozar”.
Estos ancianos, en cambio, deberían
ser, para toda la sociedad, la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. Los
ancianos son la reserva de sabiduría de nuestro pueblo. ¡Con cuánta facilidad
se deja dormir la conciencia cuando no hay amor!» (Sólo el amor nos puede
salvar, Ciudad del Vaticano 2013, p. 83). Y esto sucede.
Cuando visitaba las residencias de
ancianos, recuerdo que hablaba con cada uno y muchas veces escuché esto: «¿Cómo
está usted? ¿Y sus hijos? −Bien, bien. −¿Cuántos hijos tiene? −Muchos. − ¿Y
vienen a visitarla? −Sí, sí, siempre, sí, vienen. −¿Cuándo vinieron por última
vez?». Recuerdo que una anciana me decía: «Ah, por Navidad». Y estábamos en
agosto. Ocho meses sin recibir la visita de los hijos, ocho meses abandonada.
Esto se llama pecado mortal, ¿entendido?
En una ocasión, siendo niño, mi abuela
nos contaba una historia de un abuelo anciano que al comer se manchaba porque
no podía llevar bien la cuchara con la sopa a la boca. Y el hijo, o sea el
padre de la familia, había decidido cambiarlo de la mesa común e hizo hacer una
mesita en la cocina, donde no se veía, para que comiese solo. Y así no haría un
mal papel cuando vinieran los amigos a comer o a cenar. Pocos días después, al
llegar a casa, encontró a su hijo más pequeño jugando con la madera, el
martillo y los clavos, haciendo algo, y le dijo: «¿Qué haces? −Hago una mesa,
papá. −Una mesa, ¿para qué? −Para tenerla cuando tú seas anciano, así tú podrás
comer allí». Los niños tienen más conciencia que nosotros.
En la tradición de la Iglesia existe un bagaje
de sabiduría que siempre sostuvo una cultura de cercanía a los
ancianos, una disposición al acompañamiento afectuoso y solidario en esta parte
final de la vida. Esa tradición tiene su raíz en la Sagrada Escritura, como lo
atestiguan, por ejemplo, estas expresiones del Libro del Sirácides: «No
desprecies los discursos de los ancianos, que también ellos aprendieron de sus
padres; porque de ellos aprenderás inteligencia y a responder cuando sea
necesario» (Sir 8, 9).
La Iglesia no puede y no quiere
conformarse a una mentalidad de intolerancia, y mucho menos de indiferencia y
desprecio, respecto a la vejez. Debemos despertar el sentido colectivo de
gratitud, de aprecio, de hospitalidad, que hagan sentir al anciano parte viva
de su comunidad.
Los ancianos son hombres y mujeres,
padres y madres que estuvieron antes que nosotros en el mismo camino, en
nuestra misma casa, en nuestra diaria batalla por una vida digna. Son hombres y
mujeres de quienes recibimos mucho. El anciano no es un enemigo. El anciano
somos nosotros: dentro de poco, dentro de mucho, inevitablemente de todos
modos, incluso si no lo pensamos. Y si no aprendemos a tratar bien a los
ancianos, así nos tratarán a nosotros.
Un poco frágiles somos todos los
ancianos. Algunos, sin embargo, son especialmente débiles, muchos están
solos y con el peso de la enfermedad. Algunos dependen de tratamientos indispensables
y de la atención de los demás. ¿Daremos por esto un paso hacia atrás? ¿Los
abandonaremos a su destino?
Una sociedad sin proximidad, donde
la gratuidad y el afecto sin contrapartida —incluso entre
desconocidos— van desapareciendo, es una sociedad perversa. La Iglesia, fiel a
la Palabra de Dios, no puede tolerar estas degeneraciones. Una comunidad
cristiana en la que proximidad y gratuidad ya no fuesen consideradas
indispensables, perdería con ellas su alma. Donde no hay consideración hacia
los ancianos, no hay futuro para los jóvenes

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