EL MATRIMONIO ES UN
DON,
UNA ALEGRÍA Y UNA
FIESTA
Texto Oficial de la Catequesis del Papa
Francisco durante la Audiencia General del miércoles 6 de Mayo de 2015
en Plaza san Pedro en el Vaticano.
Queridos hermanos y hermanas.
En nuestro camino de catequesis sobre
la familia hoy tratamos directamente la belleza del matrimonio cristiano.
Esto no es sencillamente una ceremonia que se hace en la Iglesia, con
las flores, el vestido, las fotos... El matrimonio cristiano es un sacramento
que tiene lugar en la Iglesia, y que también hace la
Iglesia, dando inicio a una nueva comunidad familiar.
Es lo que el apóstol Pablo resume en su
célebre expresión: «Es este un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la
Iglesia» (Ef 5, 32). Inspirado por el Espíritu Santo, Pablo afirma que el
amor entre los cónyuges es imagen del amor entre Cristo y la Iglesia. Una
dignidad impensable. Pero en realidad está inscrita en el designio creador de
Dios, y con la gracia de Cristo innumerables parejas cristianas, incluso con
sus límites, sus pecados, la hicieron realidad.
San Pablo, al hablar de la vida nueva
en Cristo, dice que los cristianos —todos— están llamados a amarse como Cristo
los amó, es decir «sumisos unos a otros» (Ef 5, 21), que significa los
unos al servicio de los otros. Y aquí introduce la analogía entre la pareja
marido-mujer y Cristo-Iglesia. Está claro que se trata de una analogía
imperfecta, pero tenemos que captar el sentido espiritual que es altísimo y
revolucionario, y al mismo tiempo sencillo, al alcance de cada hombre y mujer
que confían en la gracia de Dios.
El marido —dice Pablo— debe amar a la
mujer «como cuerpo suyo» (Ef 5, 28); amarla como Cristo «amó a su Iglesia
y se entregó a sí mismo por ella» (cf. v. 25-26). Vosotros maridos que estáis
aquí presentes, ¿entendéis esto? ¿Amáis a vuestra esposa como Cristo ama a la
Iglesia? Esto no es broma, son cosas serias. El efecto de este radicalismo de
la entrega que se le pide al hombre, por el amor y la dignidad de la mujer,
siguiendo el ejemplo de Cristo, tuvo que haber sido enorme en la comunidad
cristiana misma.
Esta semilla de la novedad evangélica,
que restablece la originaria reciprocidad de la entrega y del respeto, fue
madurando lentamente en la historia, y al final predominó.
El sacramento del matrimonio es un gran
acto de fe y de amor: testimonia la valentía de creer en la belleza del acto
creador de Dios y de vivir ese amor que impulsa a ir cada vez más allá, más
allá de sí mismo y también más allá de la familia misma. La vocación cristiana
a amar sin reservas y sin medida es lo que, con la gracia de Cristo, está en la
base también del libre consentimiento que constituye el matrimonio.
La Iglesia misma está plenamente
implicada en la historia de cada matrimonio cristiano: se edifica con sus
logros y sufre con sus fracasos. Pero tenemos que preguntarnos con seriedad:
¿aceptamos hasta las últimas consecuencias, nosotros mismos, como creyentes y
como pastores también este vínculo indisoluble de la historia de Cristo y de la
Iglesia con la historia del matrimonio y de la familia humana? ¿Estamos
dispuestos a asumir seriamente esta responsabilidad, es decir, que cada
matrimonio va por el camino del amor que Cristo tiene con la Iglesia? ¡Esto es
muy grande!
En esta profundidad del misterio
creatural, reconocido y restablecido en su pureza, se abre un segundo gran
horizonte que caracteriza el sacramento del matrimonio. La decisión de «casarse
en el Señor» contiene también una dimensión misionera, que significa tener en
el corazón la disponibilidad a ser intermediario de la bendición de Dios y de
la gracia del Señor para todos. En efecto, los esposos cristianos
participan como esposos en la misión de la Iglesia. ¡Se necesita
valentía para esto! Por ello cuando saludo a los recién casados, digo: «¡Aquí
están los valientes!», porque se necesita valor para amarse como Cristo ama a
la Iglesia.
La celebración del sacramento no puede
dejar fuera esta corresponsabilidad de la vida familiar respecto a la gran
misión de amor de la Iglesia. Y así la vida de la Iglesia se enriquece con la
belleza de esta alianza esponsal, así como se empobrece cada vez que la misma
se ve desfigurada. La Iglesia, para ofrecer a todos los dones de la fe, del
amor y la esperanza, necesita también de la valiente fidelidad de los esposos a
la gracia de su sacramento. El pueblo de Dios necesita de su camino diario en
la fe, en el amor y en la esperanza, con todas las alegrías y las fatigas que
este camino comporta en un matrimonio y en una familia.
La ruta está de este modo marcada para
siempre, es la ruta del amor: se ama como ama Dios, para siempre. Cristo no
cesa de cuidar a la Iglesia: la ama siempre, la cuida siempre, como a sí mismo.
Cristo no cesa de quitar del rostro humano las manchas y las arrugas de todo
tipo. Es conmovedora y muy bella esta irradiación de la fuerza y de la ternura
de Dios que se transmite de pareja a pareja, de familia a familia. Tiene razón
san Pablo: esto es precisamente un «gran misterio». Hombres y mujeres, lo
suficientemente valientes para llevar este tesoro en «vasijas de barro» de
nuestra humanidad, son —estos hombres y estas mujeres tan valientes— un recurso
esencial para la Iglesia, también para todo el mundo. Que Dios los bendiga mil
veces por esto.

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